El sur de México
Es el rumor de las manos cuando
caen como pétalos y espinas, como naranjas en el árbol de la noche, como espuma
en el cielo, como insectos en el amanecer. Es el rumor que se cae como las uñas
y las tardes, como la infancia en lo indecible, en el apetito, en las cortinas
cuando pasa el viento.
Los árboles ya estaban aquí.
Mis pasos se oyen como la capilla española, inconclusa, detenida en las ruinas
de Oxtankah, Quintana Roo. Descubro que Belice es un río hondo, un puente, un
pasar al otro lado donde se enjuagan los nombres y suena una canción
fronteriza. Es el río hondo de Belice un trago de alquitrán, de dólares. Gira
la rueda de un sol incandescente, las piedras deformes del río encienden los
cascabeles de la tarde. Salgo de un limbo con mercancías.
Regreso a mi país con sed.
Entro a Dzibanché, hay búhos y saraguatos. La hierba cruje, las ceibas crecen,
son los árboles, es el Chechén que envenena, el Chacá que alivia, es la selva,
son las piedras.
Voy al mar de Mahahual y con
arena en los pies, bajo el sol, miro el agua que regresa como palabra
pendiente. El tejido de una hamaca cuelga y mece el tiempo. El líquido galope
de un caballo persigue la última línea del horizonte. Con arena en los pies
regreso con mi palabra pendiente. Los días vendrán después del cuerpo, de la
siesta, de las horas de una tarde con treinta y dos años.
He extraviado la vida en las
pisadas, en el asombro. Estoy aquí como si los ojos se cerraran para recordar
la música oscilante y veloz que atropella el océano. Me hundo en los murmullos
de una carne ahogada en el humo salado.
Estoy como si volviera de allí
para tocar un piano imaginario, el sur o la mano de alguien más que saluda a la
distancia.
Ingrid Valencia
Twitter: @ingridvvalencia
PlasmArte Ideas, agosto, 2015
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