Un vigilarse a la distancia, un
retroceder de lo abarcado, así eran las huellas y las perdía. Reconozco la voz
cuando se aleja.
Así es como arden las ciudades,
las casas. Los objetos se quiebran. Hay un silbido, uno minúsculo, agudo y
precoz. Uno que llega antes. No da tiempo para empacar ni remontar las cuentas
pendientes. Los grifos quedan abiertos y se cuela el viento frío como si sólo
él pudiera llevarse, cargarse.
Pero sólo es el viento frío y
llevado desde cada parte, cada renuncia y rencor, el que expulsa de sus bocas
los objetos del incendio, el que pronuncia el tiempo traído como espuma, el que
se agota en sí y puede vaciar los rostros, los cuerpos, aquel que entrega el
alivio del hambre, saciado de carnosidad, de herrumbre y brillos.
Hay que hablar de la derrota,
del necio pronóstico de llegar a la distancia, del deshacer los nudos que
embriagan la voz. Preguntar qué regresa de allá, si se retrocede cada cierto
tiempo al crujir de las aspas. El sonido de la muerte vibra en las termitas.
Diré que el navío surcó las pieles del cielo, que está manchado el aire, que
acabó la guerra, que volveremos al hogar de los puentes, que entraremos allí
sin pertenencias. Hundiré mi rostro en la tarde más lenta, edificaré el tacto
de la espera, me hospedaré en la renuncia que crece en los amaneceres. Acabaré
conmigo por dentro de la llama, en el viento que entra como un secreto y se cuela
por los orificios de la vida.
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