Boris Vian en Saint-Germain-des-Prés.
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Salí
de casa a los catorce años. Había un balcón negro. La ciudad me
dolía por dentro de los ojos. Sí, la tierra olía a orbenipélula.
Yo no tenía nodriza, en cambio unas bolsas de plástico y una furia
en las mañanas. Cocinaba dardos, los lanzaba hacia la boca frente al
espejo. Llegaba puntual a la reunión de las esquinas, los domingos
celebré la intoxicación de las puertas, cada vez eran más grandes
y hacían más ruido. Tuve el déjà vu de unos tulipanes rojos y
secos antes de tiempo. Todo fue antes como si el tiempo se agolpara
en las grietas del día siguiente, como si mirara los días repleta
de años. Fui mujer-tronco para traer de vuelta las manos, los
brazos, los bíceps. Vagué al interior de un fuego escandaloso que
borraba los gritos. La calma vino entonces a hospedarse en el polvo
líquido de las noches que crecían, la urgencia de los labios sabía
a leche amarga. Traje piedras de muchos sitios y ramas que abrazaban
el cuello hasta la asfixia. Conocí la lluvia de caerse lentamente.
Besé las bocas de los árboles mientras me herían las espinas. Sí,
olía a orbenipélula. Saboreaba la prisa, las nubes, el techo oscuro
de las tormentas, el recuerdo de los pasos húmedos del viento, de la
brisa y el sol. Todavía salgo de casa, de la voz, de mí. A veces,
cuento el paso de las horas desde un balcón negro y me miro como si
cerrara la puerta y, con ella, el rumor de la sangre tibia que
recorre el cuerpo.
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