Estoy entre manos que progresan
y dominan el cántico de la tarde. Es la espina un golpe detenido. Es la cadena
del cuerpo una oscura sucesión de hechos que demoran su partida. La lengua está
cercada por la melodía. Entrego la sospecha, el vidrioso espectáculo que
comienza a desterrarme, a planear la trampa del retorno. Escucho la voz desde
lo alto de un monte citadino, es un puente de murallas invisibles que
atraviesan lo frágil, un soplo verde y gris de paseantes. La escoria en el humo
alza las premisas de la vida. Respiro el suave derredor que abraza lo triste.
Suspendo las horas como oráculos líquidos que tiemblan dentro de la casa. Lo
triste reparte su densidad en la clara y fugaz mañana que camino. Es el
movimiento del atardecer en las vitrinas, el gesto de permanecer quieto en un
cuadro de Mondrián donde las líneas se encuentran y trazan árboles magenta,
parcelas y un campo lleno de flores que se pierden a la distancia porque sólo
forman cubos divisorios y pardos. Mondrián está cerca de tocar las ventanas que
pactan la unión entre lo más próximo y lejano. Puede ser lo más grande o el
punto más íntimo el que avanza sin retroceder de una orilla a otra. En la
naturaleza muerta se halla la marca del viento, de la pausa. Uno mira la
naranja como el estanque que refleja las nubes, agua removida por dentro para
recomenzar, para reconstruir el primer grito y rectificar la frase que abre las
preguntas.
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