La ciudad con su incendio y sus
ventanas de cristales mayúsculos. La ciudad entre ramas y semáforos. La ciudad
de los anuncios, de las jaulas, del cemento y los espectros que danzan con
serpientes, con ojos de venado, de águila. La ciudad de la gente que corre y se
agita como lámparas y hojas. La ciudad del drenaje, de los callejones y los
insectos. La ciudad de los autos, las alcantarillas y los vagones, de los
puentes, de las salidas de emergencia. Estoy en esta ciudad laberinto que
abraza los días contra todo pronóstico. Despierto aquí donde la vida se
consagra a la sospecha. El paso de la noche se parece a la marca de la lluvia.
De pronto, todo está envuelto, iluminado, desposeído, húmedo, magnífico. Entro
a la ciudad con cautela como si pudiera salir de ella. Averiguo lo que voy
dejando atrás mientras transcurre la tarde. Algo se aleja y desvanece para
cambiar de forma. Recordar es poseer, aunque sean las siluetas o los trazos
movidos de la distancia. La ciudad reaparece cada tanto después de arruinarse y
valerse del escombro, se alza a través de sus fachadas y balcones, se cubre de
nostalgia, de capas de pintura, de huellas, de barniz. Recorro la ciudad y
pierdo el rastro, avanzo con precaución como si fuera a dolerme, a invadirme
con ruidos y sobresaltos. Los edificios parecen lagos. Insisto en demoler las
rutas, provoco el sinsentido de vagar. Yo también desaparezco, modulo
respuestas y ensayo frente a las vitrinas las formas apropiadas de
representarme. Me veo en las personas que van y se detienen en sus palabras. El
gesto de la ciudad es rotundo, ennegrece la pronunciación de quien saluda, huye
y se aferra al paseo, a las plazas, a las filas, a las coordenadas del
subsuelo. La miro. Recorro la ciudad como quien busca intoxicarse y huele la
fragmentación de lo que está por caer.
Ingrid Valencia
No hay comentarios.:
Publicar un comentario