[Sección a cargo de Víctor D. Magallón*]
[Colaboración de Francisco Chavez Lizardi]
Conocí a Pink Floyd a temprana edad, cortesía de el eclecticismo musical de mi papá y de canal 7: A mi padre le encantaba poner la secuencia inicial de The Happiest Days of our Lifes, el previo a Another Brick in the Wall, Pt. 2, a todo volumen en el sistema de sonido de la casa; y en aquellos primeros años del canal, los programadores tenían a buen tino pasar en los espacios que no alcanzaban a llenar con su limitada producción algunos de los fragmentos animados de la película The Wall, que siempre iban de Good Bye Blue Sky a la antes mencionada Another Brick…
En realidad, al Sistema Jalisciense de Radio y Televisión le debo mi fascinación por Pink Floyd –sin menospreciar la educación melómana que me procuró mi progenitor–, ésta se remonta un momento critico en mi vida cuando a los 9 años, en el programa La Máquina, especializado en videos de rock clásico, trasmitió una noche Pink Floyd Live in Pompei y por coincidencia mi padre dejó el programa justo en el momento preciso. La imagen y el sonido me capturó. Veía a Gillmoure, Manson, Waters y Wright ejecutando de día Echoes y de noche Set the Controls for the Heart of the Sun en el centro de un anfiteatro romano de dos mil años, mientras imágenes de los mosaicos y frescos romanos alternaban con proyecciones psicodélicas y el juego de luces que los enmarcaba, separándolos del mundo y llevándolos a un plano donde trascendieron el espacio-tiempo.
No volví a ver la música de la misma forma a partir de ese momento, y fue el punto en que la melomanía dejó de ser un asunto potencial y pasó a un fenómeno constante en mi vida. Pasarían unos años después de esa noche crucial para que iniciara con el consumo de discos, aunque ya entonces era fan de la radio y de escuchar hasta el cansancio algunos de los elementos sonoros que conformaban la biblioteca musical de mi papá.
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En mi cumpleaños 13, pedí de regalo The Wall en una bonita edición importada en dvd. La Navidad de ese año compré con mis ahorros, y algún dinero que me dieron, Echoes: the Best of Pink Floyd. Ahí supe que la obra de Pink Floyd iba más allá de The Wall. También conocí el principio psicodélico de Floyd, y a la mente tras de él: Syd Barrett. Ahí en la apertura de la compilación tuve contacto con su genio y lo que más tarde sabría fue su locura.
Las canciones de Barrett contenidas en la compilación fueron la semilla de la necesidad por saber más de él y fue así como a los 15, con ayuda de un primo, compré el debut de Pink Floyd: The Piper at the Gates of Dawn. Escuchar en contexto el track de apertura, Astronomy Domine, con el crescendo de guitarra, bajo y batería, mientras un sample prepara el despegue en un viaje de 40 minutos por la psicodelia británica de mediados de los 60, resumida en esta colección de 11 canciones, la mayoría compuestas por Barrett, excepto Take Up thy Stethoscope and Walk, creación de Roger Waters. De estos viajes oníricos, psicodélicos y espaciales tengo un especial aprecio también por Interstellar Overdrive, una pieza de casi 10 minutos en la que divagan en un espacio musical nacido de la improvisación de los Floyd; A Lucifer Sam, su gato siamés y la atmósfera oscura que esta canción desarrolla en 10 minutos y las fantasías infantiles de Matilda Mother, The Gnome y Flamming, que adeudan mucho a los cuentos de hadas, a los Grimm y a Lewis Carroll.
Portada álbum The Piper at the Gates of Dawn. 1967 |
Debo decir que tenía mucho sin escuchar esta joya que marcó un punto de no retorno en mi vida. Abrió mis oídos a sonidos que a mis 15 años me daba un poco de pena oír a todo volumen por sentirme raro y diferente, pero que ahora disfruto con orgullo.
Es bueno volver a encontrarte con un viejo amigo, siempre.
Dejo el link para escuchar el disco entero en Youtube o en Spotify:
Francisco Chavez Lizardi
*Mousse Media, está a cargo de Víctor D. Magallón
[Cafeinómano y fiel defensor del código de los caballeros pizza.
Gusto de realizar sesudos análisis en busca de la última temporada de
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