Entro de espalda, abro la
máquina, el soplo del día, el hambre de caer de los demonios cuando sólo
trepan, cuando solos vienen llenos de la vida, llenos de la muerte. Había
cuerdas que no se tocaban pero sonaban. El ansia pesa, devora el labio húmedo
dentro de la carne. La calma del trance intoxica la voz. Un ser moribundo
camina por la piel, por la calle verde, por la luz del hilo que tiembla dentro,
que invade lo gris con un pudor seco e infeccioso que ríe y canta a los
horizontes de las ciudades perdidas de andar. El sol ilumina los dientes de
ayer, las manos de hoy, lo extraño y
blanco de la memoria que no envejece sino que alivia, sino que cuenta las horas
que vagan, que alistan jaulas, segunderos de piel, de piel rocosa, de piel
envuelta. Son las ciudades de un laberinto que descansa, las que gozan los
mares nocturnos llenos de escombro, ya salados de asfalto, ya ausentes. La
música entra, el día es soplo, la palabra revuelve la voz y toca los ojos, la
distancia.
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