Dar la mano que tiembla
en el cajón, en los papeles doblados con impaciencia, crecer desde allí como
una rama que se lanza a la tarde, como piernas cansadas, tambaleantes.
Estar erguido en la
pausa que embellece las fracciones, el sabor del hielo, los glaciares.
Perseguir la ciudad que
me persigue, robarle los dientes, los cabellos, las avenidas, la gente de a dos
que se agrandan de la mano.
Los ojos se vencen al
ruido y también tiemblan, se cierran como alas, como puertas.
Escucho voces que
sobreviven después de mí, antes de mí, incluso por dentro de mí. Arrebatan el
camino de luces, las apagan, me desvelan, me llevan a lo indecible, a lo
perecedero, a lo que siempre aguarda una llamada más, un regresar desde afuera
con las manos llenas de lodo. Un palpitar de huecos que se enciman como
pájaros, una guerra de jaulas más grandes.
Y la mano tiembla en el
cajón, en las gradas de un estadio, en los gritos, en la sangre desde mí, antes
de mí, por dentro de mí.
Incluso los papeles se
desdoblan, se alejan como ramas.
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