No lo sabré. No importa. En esa música
yo soy. Yo quiero ser. Yo me desangro.
Jorge Luis Borges.
El ser humano (como la música) se ha descrito
-desde voces remotamente antiguas- en términos de tiempo (con sus matices de la
impermanencia del presente y la contingencia de las temporalidades), dejándolo
partido en dos vertientes: como recuerdo y como proyecto.
En la
música se juega un papel similar. Es decir, cuando tocamos una pieza disponemos
de lo que nos conforma para darle sustento en una expresión que llegue a quien
nos escucha. Cuando la pieza va cobrando forma deja también de tenerla; cuando
es, deja de ser. Cuando la escucho ya estoy escuchando otra cosa.
Esta cuestión mueve a la mayoría de los
músicos a decidir hacer de su vida la labor musical. Y no es para menos, pues
conforma nuestro estar con el mundo.
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En nuestra cotidianeidad nos forjamos un criterio
de mundo, un lente (metafóricamente hablando) con el que constantemente
intentamos definir qué nos hace “crecer” y qué no, qué conviene y qué no; cómo
es nuestra vida a diferencia de los otros. Sin embargo, esta percepción es
propia de sí: nuestra percepción determina nuestra proyección de mundo, mas no
el de otros. Es nuestro criterio el que habitamos, con el que nos enfrentamos a
lo otro, el que nos forja un suelo nunca dado del todo y siempre dado en parte
y en parte por hacerse: un suelo que llamamos cultura para andar por los años, para
habitar-con-los-otros y con posibilidad de reconfigurarse.
No podemos salir de él, pues no es algo
externo a nosotros. Sin embargo, convivimos con otros y dialogamos con ellos. A
pesar de nuestro propio lente, reconocemos que “hay otro”, otro con quien puedo
entablar una conversación, que tiene una vida distinta (quizás) a la mía pero
que reconfigura mi percepción a cada palabra. Nos damos cuenta de que, así
como nuestro lente, hay otros lentes y constantemente “chocan” (en tanto que se
afectan) al entablar un charla. Y esa multitud de otros (con los que habitamos, y conformamos lo llamado sociedad, entorno) conciben las circunstancias por las
cuales vamos chocando a cada paso y nos vamos re-construyendo. Soy -como dice
Ortega y Gasset- yo y mis circunstancias.
Platicando con otro nos llega de pronto la
sensación de que le entendemos, de que sufrimos o reímos con sus circunstancias
y nos preguntamos: ¿Cómo es posible que pueda sentir con el otro, si no puedo
salir de mi idea de mundo? ¿Cómo es que me “arrojo” al otro cuando lo puedo
escuchar hablar (hablar diferente a mi, que me excede) y eso me afecta y me
hace sentir tal o cual reacción?¿Cómo es que, no saliendo de este círculo
perceptivo propio, parece que sí salgo cuando otro me afecta?
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En el periodo musical Barroco los compositores
no tenían en sus partituras ninguna indicación de dinámicas o agógicas, pues estos términos hacen alusión a reacciones o sensaciones que el músico debe
interpretar y que en aquella época era considerado una “desviación” hacia la
intención principal del músico hacia la partitura. Por el contrario, se creía que en la “fiel”
reproducción de la partitura escrita se encontraría la idea más pura y
principal de la obra.
De hecho, algunos compositores preferían tocar
el clavicordio sobre el clave para tener aún más dominio de la pieza y de su
intención, como una forma de absolutizar su pensamiento en el instrumento y el
papel, para que al llegar al músico esta cuestión no se desviara.
Esta concepción musical (a pesar de su
riquísima aportación técnica y formal) pronto tuvo quiebres y crisis en la
época: ¿cómo puedo decir con la música la intención absoluta de otro, si en
principio no es mi percepción de mundo y no puedo salir de ella?, ¿cómo es que
la pieza no se afecta desde que el músico (como otro diferente al compositor) la
toca?, ¿cómo absolutizo una pieza si está determinada por sus circunstancias y
estas siempre se encuentran en constante cambio?
Ante esta vorágine de preguntas, los
compositores se dieron cuenta de que las “pasiones” (en tanto área sentimental
del ente) de los músicos “desviaba” (o afectaba) invariablemente a la pieza al
ser ejecutada. Se escapaba algo, se quebraba la intención principal por
absolutizar la pieza cuando era tocada por otro.
En el
siglo XVII un compositor italiano de nombre Mazzocchi fue quien, en sus
madrigales, escribió las primeras simbologías para las dinámicas (qué tan fuerte
o piano se toca tal o cual motivo). Tiempo después, Telemann incorporó los
términos en alemán y francés para su difusión, además de agregar las agógicas (las cuales describen el carácter a ejecutar una obra: alegre, melancólico).
Esta medida se implementó al ver que la pieza se desfiguraba al tocarse por
otro. Era necesario, pues, crear indicaciones que se encargaran de domar a las
pasiones externas para no desfigurar la principal intención.
Esta medida no se hizo para reconocer al
músico, sino para no desviar el intento por absolutizar el pensamiento del
compositor.
La época del Romanticismo se encargó de poner
sobre la mesa el tema de la afectividad. La música, además de ser una cuestión
técnica-racional, necesita de ser dicha para sustentarse, necesita que “alguien”
la toque para reformularse. Ese alguien, inevitablemente está rodeado de
circunstancias, percepciones y proyecciones que fijará sobre la pieza al
momento de su ejecución, lo que provocará que, tanto la partitura como el músico, se vean afectados recíprocamente (como ese choque constante con el otro): dando
para el escucha una interpretación simbiótica entre dos que se juegan mientras
se rehacen.
Y he aquí algo importante: la interpretación.
El Romanticismo tematizó esa afección entre la partitura con el músico como
interpretación. Es decir, interpretamos el mundo que se nos presenta, pues el
aparecer de lo otro se liga a nuestras experiencias de vida y con ello forjamos
la percepción que tenemos de mundo. Ello se re-configura a cada paso dado. Lo
mismo ocurre con la música: podemos escuchar a
Baremboin tocar la patética de Beethoven y a un Claudio Arrau y se
escuchará distinto. Incluso el mismo Baremboin (u otro intérprete) en distintas
etapas de su vida puede tocar la misma pieza y será distinta (lo que llamamos
“madurar una pieza”), pues la música (como el mundo, como nosotros) está sujeta
a su constante interpretación, a su posibilidad de contingencia al intentar
sustentarla como “La interpretación”. Depende de las circunstancias en las que
estemos parados al momento de tocar, de las vivencias que hayamos tenido (lo
que llamamos: los años de experiencia al tocar). Como decía Heráclito: nadie se
baña dos veces en el mismo río.
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Aunque en este punto ya quedó el músico (el
ente) como el otro que se afecta con
su entorno (con la pieza), que tiene posibilidad de diálogo, el Romanticismo no
siguió con el proyecto inicial. Es decir, después de hacer de la afección parte
de la piedra angular que conforma nuestro estar-en-el-mundo, aún sigue quedando
la interrogante descrita al principio: ¿Cómo es que puedo dialogar con otro,
afectar y dejarme afectar, cuando no puedo salir de este círculo que es mi
percepción de mundo (y me conforma)? Y además, considerando otro punto: ¿Qué es
“esto” que se juega entre dos que
dialogan (entre músico-partitura-público, o quienes tocan y escuchan) que
logra afectar al otro? ¿Qué se juega en
ese momento inaprensible? ¿Cómo puedo tener empatía de la música que se me
presenta, cuando hay una imposibilidad de salir de mí?
El esto
-dice Pedro Reyes- es lo que nos marca el sentido que constituye nuestra
proyección y en el que lo que ha pasado queda inmerso, reconfigurado y
constituido de alguna manera (Xipetotec, 2018). Es ese fondo (ese instante que
constantemente se esfuma cuando intentamos aprehenderlo -musicalmente
hablando-) afectivo que no ha quedado reducido, que está ahí en el esto, como fuente de ese esto pero sin perder su posibilidad de
re-configurarse, de ser más.
Es lo que nos afecta y nos marca cuando
tocamos o escuchamos una pieza, lo que nos hace decir: “Es tal música” o “Tal intérprete”.
El instante en donde nos quebramos, nos sentimos diferentes, trastocados desde
el momento de la escucha. Un esto que
se juega en la vivencia musical, que no se puede tematizar, sino hasta que se
toma distancia del momento en sí… pero que, inevitablemente, nos hace sentido y
nos provoca volver al sí con la vida. Nos hace otros después de afectarnos y
nos hace creer que el otro (aunque imposibilitado también de salir de sí) es
encontrable y nos afecta, quiebra y nos aprehende en ese instante (ese esto) que vive en ese estar abiertos,
arrojados.
Y, ¿qué queda?
Nos queda un cambio de lentes, un tematizar
para sabernos distintos, una sinceridad y arrojo cada vez más grande al tocar o
al escuchar musicalmente (y vivencialmente) al otro. Es decir, un ser-siendo
con el mundo, la vida, la música (que vive en la vida) y la palabra.
Para interpretar hay que vivir. Para vivir hay
que ser-con-el-mundo, ser con las circunstancias. Luego expresar-nos con ello
para aprehendernos en un quebrado camino de encuentros.
Ahora, por lo pronto, nos queda el balbuceo y
el silencio con la música. Solo eso.