jueves, 23 de agosto de 2018

Entelequia musical | El “esto” en la música


Colaboración de Natalia Ulloa




No lo sabré. No importa. En esa música
yo soy. Yo quiero ser. Yo me desangro.

Jorge Luis Borges.



El ser humano (como la música) se ha descrito -desde voces remotamente antiguas- en términos de tiempo (con sus matices de la impermanencia del presente y la contingencia de las temporalidades), dejándolo partido en dos vertientes: como recuerdo y como proyecto.

En la música se juega un papel similar. Es decir, cuando tocamos una pieza disponemos de lo que nos conforma para darle sustento en una expresión que llegue a quien nos escucha. Cuando la pieza va cobrando forma deja también de tenerla; cuando es, deja de ser. Cuando la escucho ya estoy escuchando otra cosa.

Esta cuestión mueve a la mayoría de los músicos a decidir hacer de su vida la labor musical. Y no es para menos, pues conforma nuestro estar con el mundo.

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En nuestra cotidianeidad nos forjamos un criterio de mundo, un lente (metafóricamente hablando) con el que constantemente intentamos definir qué nos hace “crecer” y qué no, qué conviene y qué no; cómo es nuestra vida a diferencia de los otros. Sin embargo, esta percepción es propia de sí: nuestra percepción determina nuestra proyección de mundo, mas no el de otros. Es nuestro criterio el que habitamos, con el que nos enfrentamos a lo otro, el que nos forja un suelo nunca dado del todo y siempre dado en parte y en parte por hacerse: un suelo que llamamos cultura para andar por los años, para habitar-con-los-otros y con posibilidad de reconfigurarse.

No podemos salir de él, pues no es algo externo a nosotros. Sin embargo, convivimos con otros y dialogamos con ellos. A pesar de nuestro propio lente, reconocemos que “hay otro”, otro con quien puedo entablar una conversación, que tiene una vida distinta (quizás) a la mía pero que reconfigura mi percepción a cada palabra. Nos damos cuenta de que, así como nuestro lente, hay otros lentes y constantemente “chocan” (en tanto que se afectan) al entablar un charla. Y esa multitud de otros (con los que habitamos, y conformamos lo llamado sociedad, entorno) conciben las circunstancias por las cuales vamos chocando a cada paso y nos vamos re-construyendo. Soy -como dice Ortega y Gasset- yo y mis circunstancias.

Platicando con otro nos llega de pronto la sensación de que le entendemos, de que sufrimos o reímos con sus circunstancias y nos preguntamos: ¿Cómo es posible que pueda sentir con el otro, si no puedo salir de mi idea de mundo? ¿Cómo es que me “arrojo” al otro cuando lo puedo escuchar hablar (hablar diferente a mi, que me excede) y eso me afecta y me hace sentir tal o cual reacción?¿Cómo es que, no saliendo de este círculo perceptivo propio, parece que sí salgo cuando otro me afecta?

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En el periodo musical Barroco los compositores no tenían en sus partituras ninguna indicación de dinámicas o agógicas, pues estos términos hacen alusión a reacciones o sensaciones que el músico debe interpretar y que en aquella época era considerado una “desviación” hacia la intención principal del músico hacia la partitura. Por el contrario, se creía que en la “fiel” reproducción de la partitura escrita se encontraría la idea más pura y principal de la obra.

De hecho, algunos compositores preferían tocar el clavicordio sobre el clave para tener aún más dominio de la pieza y de su intención, como una forma de absolutizar su pensamiento en el instrumento y el papel, para que al llegar al músico esta cuestión no se desviara.

Esta concepción musical (a pesar de su riquísima aportación técnica y formal) pronto tuvo quiebres y crisis en la época: ¿cómo puedo decir con la música la intención absoluta de otro, si en principio no es mi percepción de mundo y no puedo salir de ella?, ¿cómo es que la pieza no se afecta desde que el  músico (como otro diferente al compositor) la toca?, ¿cómo absolutizo una pieza si está determinada por sus circunstancias y estas siempre se encuentran en constante cambio?


Tomada de: march.es

Ante esta vorágine de preguntas, los compositores se dieron cuenta de que las “pasiones” (en tanto área sentimental del ente) de los músicos “desviaba” (o afectaba) invariablemente a la pieza al ser ejecutada. Se escapaba algo, se quebraba la intención principal por absolutizar la pieza cuando era tocada por otro.

En el siglo XVII un compositor italiano de nombre Mazzocchi fue quien, en sus madrigales, escribió las primeras simbologías para las dinámicas (qué tan fuerte o piano se toca tal o cual motivo). Tiempo después, Telemann incorporó los términos en alemán y francés para su difusión, además de agregar las agógicas (las cuales describen el carácter a ejecutar una obra: alegre, melancólico). Esta medida se implementó al ver que la pieza se desfiguraba al tocarse por otro. Era necesario, pues, crear indicaciones que se encargaran de domar a las pasiones externas para no desfigurar la principal intención.

Esta medida no se hizo para reconocer al músico, sino para no desviar el intento por absolutizar el pensamiento del compositor.

La época del Romanticismo se encargó de poner sobre la mesa el tema de la afectividad. La música, además de ser una cuestión técnica-racional, necesita de ser dicha para sustentarse, necesita que “alguien” la toque para reformularse. Ese alguien, inevitablemente está rodeado de circunstancias, percepciones y proyecciones que fijará sobre la pieza al momento de su ejecución, lo que provocará que, tanto la partitura como el músico, se vean afectados recíprocamente (como ese choque constante con el otro): dando para el escucha una interpretación simbiótica entre dos que se juegan mientras se rehacen.

Y he aquí algo importante: la interpretación. El Romanticismo tematizó esa afección entre la partitura con el músico como interpretación. Es decir, interpretamos el mundo que se nos presenta, pues el aparecer de lo otro se liga a nuestras experiencias de vida y con ello forjamos la percepción que tenemos de mundo. Ello se re-configura a cada paso dado. Lo mismo ocurre con la música: podemos escuchar a  Baremboin tocar la patética de Beethoven y a un Claudio Arrau y se escuchará distinto. Incluso el mismo Baremboin (u otro intérprete) en distintas etapas de su vida puede tocar la misma pieza y será distinta (lo que llamamos “madurar una pieza”), pues la música (como el mundo, como nosotros) está sujeta a su constante interpretación, a su posibilidad de contingencia al intentar sustentarla como “La interpretación”. Depende de las circunstancias en las que estemos parados al momento de tocar, de las vivencias que hayamos tenido (lo que llamamos: los años de experiencia al tocar). Como decía Heráclito: nadie se baña dos veces en el mismo río.

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Tomada de: llccmusica.weebly.com

Aunque en este punto ya quedó el músico (el ente) como el otro que se afecta con su entorno (con la pieza), que tiene posibilidad de diálogo, el Romanticismo no siguió con el proyecto inicial. Es decir, después de hacer de la afección parte de la piedra angular que conforma nuestro estar-en-el-mundo, aún sigue quedando la interrogante descrita al principio: ¿Cómo es que puedo dialogar con otro, afectar y dejarme afectar, cuando no puedo salir de este círculo que es mi percepción de mundo (y me conforma)? Y además, considerando otro punto: ¿Qué es “esto” que se juega entre dos que dialogan (entre músico-partitura-público, o quienes tocan y escuchan) que logra  afectar al otro? ¿Qué se juega en ese momento inaprensible? ¿Cómo puedo tener empatía de la música que se me presenta, cuando hay una imposibilidad de salir de mí?

El esto -dice Pedro Reyes- es lo que nos marca el sentido que constituye nuestra proyección y en el que lo que ha pasado queda inmerso, reconfigurado y constituido de alguna manera (Xipetotec, 2018). Es ese fondo (ese instante que constantemente se esfuma cuando intentamos aprehenderlo -musicalmente hablando-) afectivo que no ha quedado reducido, que está ahí en el esto, como fuente de ese esto pero sin perder su posibilidad de re-configurarse, de ser más.

Es lo que nos afecta y nos marca cuando tocamos o escuchamos una pieza, lo que nos hace decir: “Es tal música” o “Tal intérprete”. El instante en donde nos quebramos, nos sentimos diferentes, trastocados desde el momento de la escucha. Un esto que se juega en la vivencia musical, que no se puede tematizar, sino hasta que se toma distancia del momento en sí… pero que, inevitablemente, nos hace sentido y nos provoca volver al sí con la vida. Nos hace otros después de afectarnos y nos hace creer que el otro (aunque imposibilitado también de salir de sí) es encontrable y nos afecta, quiebra y nos aprehende en ese instante (ese esto) que vive en ese estar abiertos, arrojados.

Y, ¿qué queda?

Nos queda un cambio de lentes, un tematizar para sabernos distintos, una sinceridad y arrojo cada vez más grande al tocar o al escuchar musicalmente (y vivencialmente) al otro. Es decir, un ser-siendo con el mundo, la vida, la música (que vive en la vida) y la palabra.

Tomada de: elmundo.es

Para interpretar hay que vivir. Para vivir hay que ser-con-el-mundo, ser con las circunstancias. Luego expresar-nos con ello para aprehendernos en un quebrado camino de encuentros.

Ahora, por lo pronto, nos queda el balbuceo y el silencio con la música. Solo eso.




Natalia Ulloa.
nataliaulloa15@gmail.com
PlasmArte Ideas, agosto, 2018.

Twitter: @plasmarteideas
Instagram: @plasmarteideas




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