[Sección coordinada por Víctor D. Magallón*]
[Colaboración de Natalia Ulloa]
[Colaboración de Natalia Ulloa]
“…Eres el otro yo de que habla el griego
y acechas desde siempre. En la tersura
del agua incierta o del cristal que dura
me buscas y es inútil estar ciego.
El hecho de no verte y de saberte
te agrega horror, cosa de magia que osas
multiplicar la cifra de las cosas
que somos y que abarcan nuestra suerte.
Cuando esté muerto, copiarás a otro
y luego a otro, a otro, a otro, a otro…”
- J. L. Borges, El espejo.
La música se conforma de distintas formas de hacerse y hacer-nos en el camino; distintas formas de consagración hacia dos que parecen uno y que nos hace poder sentir al otro en nuestro andar musical. Una de estas formas más comunes es la relación del músico y el director de orquesta.
El músico dialoga, en la medida de lo
posible, con su instrumento, a fin de encontrar el equilibrio entre el
decir del compositor y su afección por tal, que le provoca un decir
conjunto, es decir: de ambos. Cuando este participa en una orquesta
se funde en las distintas interpretaciones de los demás
participantes para decirse en conjunto, guiados en principio por un
director de orquesta. Pero ello no siempre fue así. Para esto, al
músico como tal le denominaremos de dos maneras: solista
(refiriéndose a él con otro) y de orquesta (el conjunto de músicos
junto a un director).
En los periodos del renacimiento -
barroco la labor del músico solista era seguir fielmente la
partitura para poder expresar al
compositor de dicha obra, siendo mediadores del creador en vida o ya
fallecido, dicho de otra forma, siendo ejecutantes. Sin embargo,
cuando participaba en una orquesta pasaba a fundirse con los demás
ejecutantes y a seguir a un guía: el director, quien era una especie
de sustituto del compositor y quien les marcaba las indicaciones
necesarias (como el tempo, el compás y algunas intenciones) para una
correcta ejecución. Este tipo de orquesta generaba un “estilo”,
una consolidación por parte de músicos y guía para darle un cierto
decir a la pieza.
Fue hasta el romanticismo que la
música dio un giro importante (empapado de las corrientes de
pensamiento que explotaban en la época) pues el músico solista,
necesitado de existir y ser “alguien” en el mundo, debía
trascender esta condición de fiel para ser él quien también
expresara su propia vida ante la obra del que interpretaba y así
dejar una parte de su existencia con el otro. Es decir, no sólo el
compositor dejaba ya un legado y un decir en la música que otros
interpretarían, ahora el músico que interpreta también (se)
afecta por la obra y por ende, causa una escucha distinta, así pasó de mero ejecutante a colocarse como intérprete.
Parecería que esta época le dio una
individualidad al músico. En cierto modo sí, pues se conformaron a
la par ensambles de cámara que permitieron a unos cuantos existir
junto al compositor sin que este los volviese invisibles a favor de su música. Pero llegados a este punto consideraríamos
entonces -muy arriesgadamente- que el director de orquesta ya había
cumplido su función de mero guía/suplente del compositor, porque el
músico también podía acceder a los conocimientos del mismo. Pero
no fue así. ¿Qué ocurrió entonces con el director y cuál fue su
función en torno al músico?
El director suplía al compositor, en
cierta medida, generalmente cuando este fallecía, pues de otra manera
era el mismo compositor quien daba las indicaciones. Entrados
al romanticismo parecía que el ser un compositor muerto traía más reconocimiento y como consecuencia un legado más fuerte. Al
morir los compositores y abrirle más paso al director, este último decide
comenzar a tomar las riendas de la propia guía que le fue
encomendada, él también es un ente, y como tal se expresa y le
afecta la música, ahora es no sólo el guía, sino el conocedor
de los conocedores y quien puede conducir a los músicos
inquietos por decirse junto al compositor. Ya no solo se trata de un
estilo, sino también una interpretación, pero ¿de quién?, del
mismo director. En una orquesta es el director el intérprete, el que
tiene un estilo propio para dirigir, el que por su conocimiento nos
interpreta a nosotros, conjunto de decires que nos encomendamos a
quien nos conoce mejor que nosotros mismos.
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Tomada de: orquesta-pablo-sarasate.com |
Esta tradición se ha fortalecido con
el paso del tiempo. Ya no sólo será la orquesta de Berlín, o de
Viena, o de Polonia; ahora también es un Simon Rattle, un Karajan, o
un Bernstein.
Ahora las portadas de los discos que
contienen sinfonías u otro tipo de música orquestal no contienen necesariamente a la orquesta, pueden contener a un director titular
alumbrado bajo la luz del genio, ya sea pensativo, ya sea en
mediación con la batuta y la aparente música que se va a
interpretar.
¿Y qué nos queda?
Fellini intentó en su película Ensayo de orquesta establecer una maqueta de una orquesta sin
director, la conclusión: una representación de una guerra tan
apasionada en cada músico por consagrarse como el guía por
excelencia, fue imposible seguir haciendo música.
Considero, pues, que el director y el
músico necesitan empatizar, dialogar. Ya no es El intérprete -y- los interpretados, ahora son ambos, en la misma comuna, en
la misma desesperación, en esta misma pasión por decir lo que nos
importa: la música misma.
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Natalia Ulloa.
nataliaulloa15@gmail.com
PlasmArte Ideas, diciembre, 2017.
*Mousse Media, es coordinada por Víctor D. Magallón
[Gusta de realizar sesudos análisis en busca de la última temporada de
Los Simpson que haya valido la pena.]
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