[Sección coordinada por David A. Becerra*]
[Colaboración de Julián Bastidas Treviño]
I.
La paradoja del cine[1]
“The very substance of the ambitious is merely
the shadow of a dream”.
-Hamlet, William Shakespeare.
La
pregunta, la metáfora, la afirmación en negación y la paradoja son formas extremadamente curiosas del pensamiento. Pues
éstas, a diferencia del común de las formas del mismo, no buscan cerrar,
aterrizar, controlar las ideas del interlocutor; sino abrirlo, despegarlo,
libertarlo de las ataduras normales de su pensamiento para tratar de que se le
revelen direcciones distintas que podrían resultar extremadamente profundas,
interesantes, fértiles.
El cine posee, curiosamente, una paradoja
que lo conforma desde su misma esencia, y que le revela, al mismo tiempo, un
lazo especial con una de las actividades más íntimas que tenemos en nuestra
experiencia universal humana: los sueños.
La
paradoja se podría enunciar así:
-¿Soñamos
de la manera (aparentemente “cinematográfica”) en que soñamos porque hemos sido
moldeados a ello por la existencia del cine?, ¿o el cine ha tomado esta forma
de ser construido por la manera en que están estructurados originalmente
nuestros sueños (“el lenguaje de nuestro inconsciente”, diría Jung)?-
Como
toda paradoja este asunto es absolutamente irresoluble: nunca sabremos si en el
siglo XIX, antes de la invención del cinematógrafo, los sueños de las personas
fueran cinematográficos como los nuestros, o si eran mucho más parecidos a una
representación de una obra de teatro.
¿Cuál
sería la diferencia?
Tal vez
la cuestión no es demasiado obvia para aquellos que no han llevado una libreta
donde apunten cotidianamente sus sueños, tampoco lo será para los que no se han
puesto al empeño de analizar lo onírico a plena profundidad. Pero si hacemos el
ejercicio y pensamos en algún sueño que hayamos experimentado y que tengamos
presente, veremos que lo que vivimos fue algo que podríamos denominar cinematográfico:
si bien no hay movimientos de cámara claros, sí hay primeros planos, entradas
simbólicas, planos-detalle, yuxtaposiciones de imágenes, narrativas que se
cortan; e incluso momentos donde nosotros no somos propiamente un personaje
concreto del sueño, sino más bien una perspectiva -extremadamente parecida a
una cámara- que “capta” lo que se desenvuelve ahí. Una representación mucho más
teatral se manejaría en un “lenguaje” radicalmente distinto a eso que acabamos
de describir.
Pero,
más allá de lo irresoluble de esta paradoja, lo que se nos está revelando aquí
es la relación radical y absolutamente íntima que poseen el cine y lo onírico (ya entramos “a la fiesta del pensar”, diría Heidegger).
Una que llega a tal punto que los límites de lo que podría ser distinto en el
“lenguaje” de uno y otro clara y distintamente se nos escapa.
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Fotograma de Un chien andalou (D.: Luis Buñuel, E.: S. Dalí y L. Buñuel, Francia, 1929) |
Pues,
en cambio, cuando pensamos en la diferencia entre el cine y nuestra experiencia
consciente, inmediatamente podemos encontrar diferencias: si bien la vista
y el oído son, tal vez, los sentidos principales que componen nuestra
experiencia, el resto de ellos también están constituyéndonos todo el tiempo.
Por eso el cine, en cuanto una reproducción de la consciencia sería una
herramienta incompleta, porque no es capaz de reproducir los olores, los
sabores, las caricias, etc. que son básicos para ella.
Con los
sueños no pasa esto. Eso es porque no nos podemos relacionar con ellos de
primera instancia: aunque parezca una obviedad, para experimentarlos
necesitamos estar, por definición, dormidos. Por lo que todo lo que escribimos,
decimos, recordamos, pintamos, tememos o esperamos de ellos siempre se da en un
plano distinto al que ocurren. Y pasa que en este plano no tenemos realmente
una relación con los sueños que sea
algo más que audiovisual. Sí, podría
pasar que olimos una flor en un sueño, pero al igual que como cuando
experimentamos una película, cuando hablamos del sueño no podemos recordar
propiamente ese olor, sino que lo que tenemos es una narrativa de ese pedazo
del sueño como si fuera un “escena” de un filme: hay un personaje -nosotros-
que hace la acción de oler una flor y que ello le representa a él (como un
externo a nosotros) un cambio, una significación, una redirección o
sofisticación de su acción; es decir, no olemos la flor de vuelta en cualquiera
de las interacciones que tenemos con el sueño, de la misma manera que no olemos el sudor de Monica Bellucci en
ninguno de sus filmes (a lo mucho podemos hacer el esfuerzo de
imaginar/recordar algún olor que acompañe la experiencia de ver el filme, pero eso
no formaría parte de ella en primera instancia).
Coincido
plenamente con Carl Jung en que los sueños son una de las formas más puras y
potentes de contacto que tenemos con nuestro inconsciente. En ellos se juegan
los símbolos, las metáforas, los signos que nos definen como seres humanos que
hablan, se mueven y matan en el mundo (para ver cómo entiendo la diferencia
entre metáfora y símbolo les recomiendo un pequeño video que hice).
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Es por eso que entender ese
“lenguaje”, ese modo de estructurarse y de explicitarse de los mismos es la
manera más potente que tenemos de leernos y de conformarnos a nosotros mismos,
incluso en aquello que aparentemente escapa a nuestro control: las fobias,
depresiones, rencores y amores que nos “poseen”. Es decir, hablar el leguaje de
los sueños es hablar, por así decirlo, el lenguaje de nuestras “almas”. Hablar correctamente
el lenguaje onírico sería entonces poder estructurar un discurso más allá de la
razón, más allá de la consciencia; tal vez hasta el corazón mismo de lo que
somos, de lo que nos conforma de manera más primaria, primordial.
“Cuando
la película no es un documento, es un sueño” dijo alguna vez Ingmar Bergman. Un
documento nos habla de un registro, de un estado cerrado, prescrito. Un sueño,
contrapuesto a ello, sería la posibilidad del cambio, de un objeto abierto que
revolucione a lo que se encuentre con ello. Un documento sería un placebo. Un
sueño sería una bomba: imposible salir siendo el mismo.
Y es
que lo que se nos revela en la más primera de las instancias cuando constatamos
esta cercanía tan radical entre el 7mo
arte y el inconsciente es que
podría haber una posibilidad absolutamente transformadora y radical del primero
para afectar al segundo. Es decir, la posibilidad del cine de volverse una
experiencia plenamente trascendental, catárquica en toda la extensión humana.
¿Pero cómo eso sería posible?
Por
ahora sólo diremos que tal vez entre Buñuel y su píldora tengan la razón:
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PlasmArte Ideas, noviembre, 2017.
FB: PlasmArte Ideas
Twitter: @plasmarteideas
Instagram: @plasmarteideas
Ensalada Freak es coordinada por David A. Becerra
[*Cocinero de primera, perdón de primer año,
experto en revolver cosas sin un orden específico,
se me encargó la elaboración de ensaladas y otros platillos.
Tengo la intención de escribir varios libros,
de cursar varios diplomados, algunas maestrías y un par de doctorados,
hablo más o menos español, y lo escribo al 50%;
soy el fundador y único miembro de mi propio club de Star Wars.]
[1] Esta es la primera de una serie de entregas que formarán parte de la
misma serie titulada Cine, símbolo y revolución.
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