lunes, 31 de diciembre de 2018

Entelequia Musical | Técnicas musicales


Colaboración de Natalia Ulloa





“En la música está el instante que hoy emerge aislado,
Sin antes ni después, contra el olvido
Y que tiene el sabor de lo perdido,
De lo perdido y lo recuperado.
 (...) el hombre dura menos que la liviana melodía, que solo es tiempo
Y los años desafían esa atareada diablura.”

J. L. Borges/ El tango.





La música, como el arte, en su vaivén histórico, se ha postulado como aquella que provoca desde su inmediatez, que choca con el otro, le mueve en su continuo aparecer. Cuando escuchamos a Rubinstein tocando Chopin o a Dudamel en Dvorak tenemos sensaciones e impactos que nos marcan para las próximas interpretaciones que escuchamos. Decimos que el intérprete dialoga con el compositor en la música y a nosotros, escuchas en distancia, nos concierne la marca dejada.

Decimos, también, que escuchar a un latino tocar música latinoamericana es más lógico, que un cubano seguro sabe bailar salsa, que un europeo tiene mayor facilidad para tocar la música “consagrada”. Encontramos, claro, sus muy gratas insiciones, como el caso de Barenboim interpretando Beethoven.

Sin embargo, este discurso lo asumimos de facto, como si el hecho de nacer de un lado determinara la forma de interpretarnos con la música. Influye considerablemente el punto en el que el músico se desenvuelve y forja el lente con el que mira la música. Influye también el cómo se aborda la visión musical de otra música desde donde el músico se encuentra, pero, ¿por qué de verlo se discierne qué tan bien interpreta o toca?, ¿qué del cuerpo hace que la música fluya?

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Gustavo Dudamel.

En la música y en su hecho no podemos decir ni comprender todo. Al no poder hace referencia a la distancia temporal que existe entre la obra y la persona, los prejuicios se juegan siempre que tocamos algo. Los prejuicios conforman nuestro estar en el mundo, están yectados en el suelo por el que andamos y se vislumbran por la manera en que hablamos, los ademanes que expresamos, la postura en la que nos sentamos al tocar e incluso la técnica que utilicemos en el instrumento. Aunque de técnicas y posturas existan escuelas determinadas (alemana, francesa, italiana), al ser tematizadas dentro de otro espacio se transforman a las necesidades de las personas que lo abordan. Ello de una forma, desgraciadamente, no consciente.

Es decir, tocar, así como decir algo, es un fragmento de un diálogo histórico mucho más amplio que eso que creemos que tocamos. Tocar es abrir la posibilidad de preguntar-nos. Es abrir el desenvolvimiento en el hecho musical del cómo dialogamos con la música desde nuestro lugar. Ese diálogo lleva consigo el entorno cultural en el que nos forjamos y, a partir de eso, de reconocer la distancia y preguntarse por el propio sitio, comprendemos el cómo de nosotros y atendemos de otra forma la música que tocamos.

Este diálogo musical es un diálogo corporal también; podemos hablar del cuerpo porque el cuerpo participa en esta socialización del lenguaje. Sin embargo, al atender a la música y al músico se evade esta vertiente, pues parece que el cuerpo es una imposición visual que “limita” la interpretación musical, el hecho, lo deforma.

Creo que esta forma de concebir al cuerpo y la música es poco sustentable, pues se aprende música desde el cuerpo, se necesitan las extremidades para tocar; asistir a un concierto es también mirar al que toca, es hacer del cuerpo un cuerpo musical y, así como se mencionó con anterioridad, la complexión-cultura-lente determina la interpretación que dé de lo otro, reconociendo la distancia temporal y territorial que hay de por medio, sin que ello sea el falo de distancia irreparable que no permita una comprensión satisfactoria.

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Fotograma de: The sound of noise
(dir. Ola Simonsson y Johannes Stjärne Nilsson, Suecia/Francia, 2010).


Fotograma de: The sound of noise
(dir. Ola Simonsson y Johannes Stjärne Nilsson, Suecia/Francia, 2010).

Si se revisa el cuerpo desde su culturización, se atienden los prejuicios interpretativos. Al aprender a tocar se inculcan las tres escuelas principales de música: alemana, francesa e italiana. Sin embargo, al entrar en México se convierte en una tarea en extremo difícil para ejecutar el instrumento con una magnitud “parecida”. Muchas veces los docentes se limitan a decir que la clavícula está muy chica para el violín, que el cuello es muy corto, que los brazos son muy largos para la flauta y que mejor hay que dedicarse a otra cosa. Llevar una escuela a otro territorio trae también la postura con la que se toca, la forma de abordar la técnica desde la complexión del músico y he aquí el problema: para un alemán que mide aproximadamente 2 mts. y tiene brazos considerablemente largos, el tocar le genera una experiencia radicalmente distinta a un costarricense que tiene brazos más cortos y mide 1.65. Esto no quiere decir que nunca pueda tocar con la técnica alemana, pero sí que es necesario asumir que el cuerpo viene dado en la enseñanza musical, que las adecuaciones son necesarias porque no se puede suprimir la distancia. Que hay que reconocer el propio punto con sus prejuicios para poder comprender lo otro. El cuerpo es la identificación oficial inmediata: identificación que no solo carga rasgos externos, sino la simbología cultural.

Personajes como Dudamel o Rubenstein hacen que parezca que las frases: “el latino sabe que le da más sabor a la música latinoamericana, o el europeo a la europea” se refuercen, pero no. Porque Dudamel también puede tocar música europea. ¿Por qué? Porque reconoció la distancia y se apropió de ella.

La historia del instrumento que se elige también acentúa al cuerpo. Quienes tocaban el violoncello eran mujeres en su generalidad, pues las curvas del instrumento acentuaban la feminidad de la mujer, pero no lo volvían descarado, pues el instrumento servía como extensión del cuerpo que lo cubría, pero a la vez lo interpretaba. El violín lo tocaban en su generalidad hombres, pues remarca una postura de masculinidad y deja expuesto el cuerpo prominente para la comunicación. Se forjaban dichos parámetros al ser creados los instrumentos por encargo del rey, la burguesía o la aristocracia; era una forma de hacer gala de sus atributos: “los del alma y los del cuerpo”. Con el tiempo, estas determinaciones instrumentales se han intentado erradicar, al ser tocados dichos instrumentos tanto por hombres como mujeres, y la distancia corporal se intensificó al hacer del negro el color predilecto de los músicos. Más allá de ser una construcción que denota estatus social, también es una forma de suprimir el cuerpo en pro del instrumento, con la idea clásica de que “la música trasciende el cuerpo para llegar al alma”. El negro hace que la gente al mirar al músico no se fije en su corporeidad, sino en el instrumento que reluce para concentrarse más. Cuando el músico es atrilista, además de portar negro, tiene un atril que recubre toda la parte de su cuerpo, para imponer esa supresión. Esto con fines utilitarios, pero también con las intenciones mencionadas con anterioridad. Cuestión curiosa con los cantantes, quienes no tienen atril, ni necesariamente usan el cuerpo: ellos representan el cuerpo musical. Los tocados por la mirada general.

Dizzy Gillespie.

Al presentarse un cantante en escena tiene que hacer de su cuerpo el escenario que vislumbre sobre lo que toca: teatraliza la música y sus personajes son cuerpo y voz. Si, por ejemplo, ha de cantar un aria de María llorando la muerte de Cristo en La Pasión, según San Mateo de Bach, lo hará con el atuendo, la postura y los gestos adecuados. Sería extraño verla de rojo vivo, con el cabello alborotado y la sonrisa plena, pues estaría descontextualizando el discurso. Para el cantante el acercamiento con el cuerpo es más natural porque se guía como medio por un lenguaje hablado, que necesita de una situación y un contexto. Para el músico instrumentista su reconocimiento llega cuando el director decide que debe ser levantado para ser tocado por miradas y aplausos.

Solo así se hace ver.

El cuerpo como música necesita del diálogo y la alteridad para poder-se interpretar.

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Natalia Ulloa.
nataliaulloa15@gmail.com
PlasmArte Ideas, diciembre, 2018.

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