Sección coordinada por J. Ignacio Mancilla*
Colaboración de Irving Josaphat Montes
Pasada
la borrachera de la ilustración acontece el naufragio como la cruel resaca. El
romántico da por constatado que el hombre que se aventura hacia el mar del
pensamiento ineludiblemente naufraga; son esos barcos tragados por los furiosos
mares que pinta Turner al igual que el Maelström de Allan Poe, los espejos en
los que el hombre se mira y se espanta. El hombre romántico habita el mundo
mítico de Narciso como una pesadilla que gusta de llamar “nihilismo”. El nihilismo
muestra la otra cara de la existencia: el dolor. La existencia se vuelve dolora
en la medida en que se reconoce como una existencia en orfandad, vaga y a
tientas. Si el idealista persigue la idea absoluta, el romántico se topa de
repente con la materia que carece de idea, que carece de sentido y causa: el
cuerpo. El hombre, buscando la unidad ha encontrado la total pluralidad de
cosas que no tienen ya más que dar de sí, más que sus meros accidentes. El
hombre ha reparado en que ahora, y desde siempre, se tiene sólo a sí mismo… y
ya. Y su tragedia consiste en que, aun teniéndose a sí no puede dar cuenta de
qué es lo que tiene. En la tematización del cuerpo, se da también la tematización
del dolor; el dolor es, sí, el dolor del naufragio de la existencia, pero
puesto que la existencia se descubre ya tan sólo como cuerpo, como cuerpo
vulnerable, el dolor es también el dolor corporal, el dolor de la carne. Si el
hombre ha de asumirse tal como es, como el cuerpo que es, ha de asumirse en
toda su complejidad, en todas sus facetas que sobrepasan lo moral; a partir de
aquí, la verdad y la mentira ya no se podrán enunciar desde lo moral, y esto es
lo que evidencia Nietzsche. Si la razón era el elemento diferencial que nos
libraba de cualquier comparación con las bestias, ahora la razón se descubre
como razón suicida; la razón a rienda suelta tiende a aniquilarse a sí misma.
El hombre ya no puede confiar su ethos
a una razón última, ni siquiera a un “como si”; en el resquebrajamiento de la
unidad absoluta, se ha escindido también la identidad de lo verdadero con lo
bueno y con lo bello, perdida esta identidad, tanto la ética como la estética
sufren su gran cisma, entran en crisis, están condenadas a reinventarse.
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Bell Rock Lighthouse, J. M. W. Turner, 1819. National Galleries Scotland. |
Condenado
a reinventarse lo está también el “tiempo”; si la existencia es dolor, el dolor
es, como afirma José Luis Molinuevo, “tiempo que no pasa”. El hombre nihilista,
el hombre angustiado, no se reconoce ya en ese tiempo que acontece de manera
lineal, que viene de algún lado y que, antaño se confiaba, va hacia a alguna
parte. El tiempo sufre su propio naufragio y no puede ya si no ser tiempo
fragmentado, pluralidad, y puesto que se ha perdido todo principio de unidad,
de sentido, lo que antes respondía al principio de absoluta unidad -del γένος aristotélico- ahora ha quedado
subordinado al tiempo que se devela fraccionado; el Ser sólo puede ser ya
pensado por el hombre en la medida en que esté subordinado al tiempo, esto es:
como Ser que comparece en el tiempo.
El
costo de atender al llamado de Zaratustra a “recuperar el sentido de la
tierra”, es el de asirnos de la pluralidad, de las determinaciones, en
conocimiento de su inevitable y continua pérdida. Visto así, no se trata de ir
en búsqueda de un sentido que mana de la tierra, sino de persistir en fundar
sentido en un suelo que, aunque de facto lo pisamos, no podemos reconocerlo
como firme, y esta persistencia en lo precario es lo que se reconoce aquí como
“voluntad”.
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Y
si todo sentido ha de ser sentido terrestre, y si se trata de ir arrojando
piedras a nuestras espaldas como Deucalión y Pirra después de sobrevivir a la
hecatombe del diluvio, entonces todo intento por re-fundar un sentido se vuelca
estética en tanto que ha de atenderse a lo inmediato, a lo ahí-dado. Para esto
es necesario hacer la distinción entre ente
y ser: ente es, por definición, ente
terrestre; Ser es eso que el ente, cual espejo, refleja. Si hemos de recuperar
el sentido de la tierra, hemos de aprender a atender al dar de sí de lo terrestre; hemos de atender a los entes en los cuales
el Ser, presuntamente, comparece.
Atender
a lo ahí-dado, es pensar. El pensamiento sólo es tal en la medida en que
atiende a lo ahí-dado y lo ahí-dado no es otra cosa, según Heidegger, que lo
pres-ente. Ergo: pensamiento lo es sólo de lo pres-ente, es decir, del ente que
yace ya ahí. Aquí se traza una identidad que Heidegger recoge de los aforismos
parmenideanos pero que Hegel repite: Ser es Pensar. Toda lógica es onto-lógica;
toda filosofía es onto-logía. Así, cuando Heidegger insiste en el olvido del
Ser, no pretende otra cosa más que señalar el olvido del Pensar. Un olvido
propiciado por el hacer; el pensar ha quedado subsumido por el hacer, la episteme ha sido desarraigada por la téchne.
“Esta Europa en atroz ceguera y
siempre a punto de apuñalarse a sí misma, yace hoy bajo la gran tenaza formada
entre Rusia, por un lado, y América por el otro. Rusia y América,
metafísicamente vistos, son la misma cosa: la misma furia desesperada por el
desencadenamiento de la técnica y la organización abstracta del hombre normal.
Cuando el más apartado rincón del globo haya sido plenamente conquistado y
económicamente explotado; cuando un suceso cualquiera sea rápidamente accesible
en un lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera, cuando se puedan
experimentar, simultáneamente, el atentado a un rey en Francia, y un concierto
sinfónico en Tokio; cuando el tiempo sólo sea rapidez, instantaneidad y
simultaneidad, mientras que lo temporal, entendido como historia, haya
desaparecido de la existencia de todos los pueblos; cuando el boxeador rija
como el gran hombre de una nación; cuando en número de millones triunfen las
masas reunidas en asambleas populares -entonces, justamente entonces, volverán
a atravesar todo este aquelarre, como fantasmas, las preguntas: ¿para qué-
¿hacia dónde?- ¿y después qué?” (Heidegger en: ¿Qué significa pensar?).
El
naufragio del hombre consiste en haber olvidado esta identidad entre Ser y ente
terrestre y haber estrellado el barco contra un saber especulativo que no es
pensamiento sino, como diría Nietzsche, “desierto que crece”. Y ante el
desierto: dolor; y ante el dolor: tiempo en suspenso, “tiempo que no pasa”. Y
un tiempo que no pasa, tiempo suspendido, tiempo que no conduce hacia ningún sitio,
es un tiempo que traza círculos, tiempo del eterno retorno de lo idéntico,
donde lo idéntico sigue siendo el comparecer del Ser en los entes, entes que
emergen en el tiempo y encuentran su acabamiento también en él: entes
contingentes, que van y vienen, a modo de retorno.
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La
consigna es, entonces, “ir a las cosas mismas”, a los entes mismos, pensarlos,
abandonarse a ellos sin garantía alguna; sólo en esto puede ya consistir la
filosofía, por eso nos advierte Heidegger: “aunque nosotros no podamos empezar nada con la filosofía, quizá ésta
empezará algo con nosotros, con tal
que nos abandonemos a ella”.
Atenernos
aquí a los entes, es decir, pensarlos, pensarlos en tanto que son, es atenernos
a la experiencia, a la inmediatez, a lo estético (αἴσθησις). “Recuperar el sentido de la tierra” consiste en atenerse
al encuentro con los entes terrestres: a la experiencia. Este que va al
encuentro con aquello, para Heidegger, es el Dasein, para Husserl es el ego.
Husserl hace, sin embargo, una pequeña vuelta de tuerca respecto al ego cogito cartesiano, lo que termina
por cambiarlo todo: el ego es, ciertamente,
ego cogito, pero es además ego cogito cogitatum. Esto es: todo
pensamiento siempre piensa algo, a saber: el ente. Otra vez y siempre: Ser es Pensar.
Pero
más allá de volver a esta identidad de la que Hegel hace eco, Husserl reconcilia
al sujeto con el objeto, reconcilia al hombre con el mundo, con esa tierra que
pretende recuperar. Si el sujeto sólo es tal en la medida en que va al
encuentro con el objeto, con ese objeto que se digiere con el pensamiento,
entonces, a la dualidad sujeto/objeto, le precede la experiencia. Lo que hay es
experiencia. Lo que se esconde tras el grito husserliano de “ir a las cosas
mismas” es la invitación febril de abandonarse a la experiencia, como un
capitán que, tras el naufragio, exhorta a los marineros a arrojarse al
mar.
El
hombre, en el mar de la experiencia, se descubre uno con el mundo, se descubre
fenómeno entre fenómenos, y no sólo eso, se descubre pregunta e intenta
admitirse como respuesta. Si en todo ente, como ente que marcha en el eterno
retorno que es el tiempo, comparece el Ser, entonces yo en tanto que ente, en
tanto fenómeno que soy, soy, es decir, me reconozco también como Ser. Si la experiencia husserliana me identifica
con el mundo, con lo que es, entonces no existe un ir en búsqueda, sino un venir
en búsqueda de eso que es, un volcarme sobre mí mismo a modo de interrogación.
Y así como dice Heidegger que cuando a las cosas se les interroga, éstas
retroceden hacia su fundamento, se ha de confiar, también, en que en el interrogarme
a mí, sea yo mismo quien retroceda a mi fundamento, a mí ser que es el Ser, y
pueda dar cuenta de él.
El naufragio del Seafall, I. K. Aybazovsky. |
En
el fondo, la fenomenología husserliana es la disección de la experiencia, pero
la experiencia se devela siempre auténtica, particular. Así como la luz se
realiza en el ojo, así también la experiencia se realiza en la conciencia,
conciencia que va como moldeando a la experiencia dándole su lugar en un tiempo
y en un espacio determinados. La experiencia se vuelve así experiencia
encarnada y la filosofía, en tanto que una forma de pensar y por tanto de permanecer en el Ser, retrocede a su
punto de partida, a la carne del filósofo; las ideas pierden su condición
etérea y se manifiestan desde ahora como ideas-de, ideas-de hombres concretos;
las ideas tienen dueño y su dueño historia. Entonces, si se quiere pensar al
Ser, sólo se puede aspirar a la epojé como mero ideal regulador. Si el Ser sólo
se muestra vía terrestre, hemos de admitir que toda pregunta, en tanto que
inevitablemente es pregunta contextual, contextualiza también su potencial
respuesta por el Ser. Desde aquí ya se puede ver que lo que más tarde dirá
Heidegger, está ya también dicho en Husserl: el Ser sólo puede ya ser accesible
a través del tiempo, de la experiencia encarnada.
Y
sin embargo, hablar de experiencia encarnada no es aludir a ningún tipo de
subjetivismo. Si hemos de pensar al mundo desde la fenomenología, hemos de
pensarlo como ese punto en el que convergen las experiencias todas. El mundo
como el abrevadero de las conciencias encarnadas. De esta manera el mundo es un
mundo que con-formo (con los otros), en tanto que me acontece como experiencia
espacio-temporal, de mi propio espacio y mi propio tiempo, pero si bien es un
mundo que con-formo y, por tanto, configuro la experiencia de los otros, es
también un mundo en el que la alteridad interviene, también, con-formando mi
propia experiencia. Así, la responsabilidad que Husserl adquiere al reconciliar
el sujeto con el objeto, no es una mera responsabilidad teórica, sino que puede
leerse como una responsabilidad de carácter ético: el ego de Husserl, a
diferencia de Descartes, no es un ego individual y activo (con-formante), sino
comunal y también pasivo (esto es: con-formante y con-formado). El ego no
pierde, pues, su relación posesiva con el mundo: el mundo es, de facto, mí mundo, pero es también mundo de
todos.
En
Husserl, el hombre romántico que se sabe náufrago, no es que renuncie a su naufragio,
pero su naufragio se vuelve naufragio común, catástrofe colectiva.
El
hombre buscando a Dios, encuentra al hombre; buscando la unidad encuentra la
fragmentación, buscando la infinitud encuentra al tiempo, buscando al Ser
encuentra al ente; y buscando refugio, encuentra al lenguaje… pero esa es ya
otra epopeya.
Irving Josaphat Montes.
PlasmArte Ideas, julio, 2019.
FB: PlasmArte Ideas
Twitter: @plasmarteideas
Instagram: @plasmarteideas
Al Filo del Café es coordinada por J. Ignacio Mancilla*.
[Ateo, lector apasionado,
militante de izquierda (casi solitario).
Lacaniano por convicción
y miembro activo de Intempestivas,
Revista de Filosofía y Cultura.]